‘El poder ( del Lat. Potēre) es la mayor o menor capacidad unilateral (real o percibida) o potencial de producir cambios significativos, habitualmente sobre las vidas de otras personas. El poder debe alojarse en la cabeza del dominado y llevarle a considerar como natural lo que desde el nacimiento se le esta imponiendo’
Ese profesor me tenía loca. Sus palabras se clavaban en mi mente como agujas al rojo vivo atravesando mi cráneo. Era doloroso, pero necesario.
Los muros de mi casa lanzaban alaridos desesperados. Mi ropa tenía el hedor de los apaleados, de los humillados, de los fusilados, de los condenados.
Mi ingenua ilusión de mundo se desvanecía ante su verdad inminente. El halito que exhalaba de su boca era mas frío, era un suspiro casi agonizante, pero existía, en tanto mis pulmones parecían exudar mentiras, patrañas e ilusiones.
Mis días se hacían mas calidos, mis noches derrochaban insomnio. El error de la ecuación era tan evidente como imperceptible. Tan simple, que no podía entenderlo.
Su perspectiva rozaba la perfección, y por eso mismo pecaba de imperfecto. El hecho de que no pudiera divisar el más mínimo error en su monótono aliento, me convertía en un fracaso como sujeto critico.
Viajaba en tren, y sentía la brutalidad de la realidad azotándome sin descanso. El hacinamiento, la falta de oxigeno, seres humanos malhumorados, haciendo gala de sus más primitivos instintos: golpeaban, mordían y gritaban para defender un pequeño trozo de tierra bajo sus pies; tierra que debían pagar, y que jamás les pertenecería.
En la calle las niñas jugaban en oficinas fantásticas a burocratizar el dominio, y los niños soñaban fortunas maximizando la explotación, minimizando costos. Y la realidad volvía a escupirme la cara.
Las adolescentes peleaban por las ropas de las vidrieras, manchadas de sangre al igual que las mías, fabricadas con el sudor de los esclavos; los jóvenes se paseaban en vehículos lujosos, alardeando de de ello, no porque lo tenían, sino porque otros no podían tenerlo.
Era la masiva imitación del error mas obvio de la humanidad.
Caminaba por las calles, y sentía los golpes, escuchaba los bramidos, haciéndose presentes ante mis ojos por primera vez.
Solo por respirar el aire, ese malévolo aire viciado de ferocidad, de poder, de egoísmo, sentía la culpa carcomer cada una de mis células; me sofocaba el hedor de la indiferencia, me paralizaba la idea de que el simple hecho de vivir legitimara esta violencia inocua. Cada mísera molécula de oxigeno que ingresaba en mi organismo, garantizaba la dominación.
Fue entonces cuando encontré el error.